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La Tribuna
Columnista

Conviértete y cree en el Evangelio Lc 13,1-9

Leslia Jorquera

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de Los Ángeles

por Leslia Jorquera

En el Evangelio de este Domingo III de Cuaresma destaca inmediatamente la advertencia repetida que Jesús hace a los presentes: «Si ustedes no se convierten, perecerán todos del mismo modo». Hay que examinar atentamente tres cosas en esta advertencia: a quién se dirige Jesús, cuál es ese «mismo modo» de perecer que los amenaza y qué plazo tienen para cumplir la condición, a saber, convertirse.

El Evangelio comienza situando la acción en un escenario que se supone conocido: «En aquella misma hora se presentaron algunos...». ¿Qué hacía Jesús «en aquella misma hora»? En ese momento Jesús estaba hablando a una multitud que Lucas describe así: «Habiéndose reunido miríadas (diez mil) de gente, hasta el punto de pisarse unos a otros, comenzó Jesús a decir, a sus discípulos, en primer lugar...» (Lc 12,1). La amenaza de Jesús se dirige, entonces, en primer lugar, a sus discípulos; pero también a toda esa multitud que lo escuchaba. Se dirige también a cada uno de nosotros hoy; hay que tomarla en serio.

Al leer el Evangelio de este domingo nos parece estar ante los periódicos y noticieros de nuestros días, que están llenos de hechos trágicos que cuestan la vida a muchos hombres y mujeres. En efecto, leemos: «Se presentaron algunos que le informaron sobre los galileos cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios». El hecho tuvo que haber ocurrido en Jerusalén, porque sólo en el templo de Jerusalén podían ofrecerse sacrificios. El ritual de los sacrificios dice: «Los hijos de Aarón, los sacerdotes, derramarán la sangre alrededor del altar» (Lev 1,5.11; 3,2 passim). Se entiende que Pilato mandó a matar a esos galileos mientras estaban en el templo cumpliendo un acto de adoración a Dios. No sabemos cuántos eran y nada se nos dice sobre el motivo, pero es ciertamente un acto de extrema crueldad y de profanación del templo. La noticia que traen, interrumpiendo a Jesús en medio de su enseñanza, tiene algo de provocativo, si se piensa que Jesús mismo era considerado galileo, pues, aunque nació en Belén de Judá, se crió y vivió hasta los treinta años en Nazaret de Galilea; se notaba en su modo de hablar y en el nombre que se le daba: Jesús de Nazaret. Se esperaba, entonces, que Jesús se pronunciara contra el abuso de poder de Pilato. Si lo hubiera hecho habría aparecido velando por su propio interés, pues él mismo, más tarde, sería una víctima inocente del mismo Pilato: «Padeció bajo el poder de Poncio Pilato». Pilato gobernó la Judea entre los años 26 y 36 d.C., como representante del emperador romano Tiberio.

La reacción de Jesús no se detiene en Pilato ni en el motivo que pudo haber tenido para hacer eso y va al sentido profundo del hecho: ¿Por qué esos galileos murieron de una manera tan cruel? Jesús pregunta: «¿Piensan ustedes que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque padecieron esas cosas?». La respuesta espontánea es: Sí, algo grave hicieron para merecer esa muerte. La respuesta de Jesús, en cambio, es: «No, ellos no son más pecadores que los demás galileos». La conclusión lógica es: Todos los galileos merecen morir de esa manera, si no se convierten. Pero la conclusión deja de lado a los galileos e interpela a los presentes, a nosotros, a todos: «Y, si ustedes no se convierten perecerán todos del mismo modo». Jesús transforma ese hecho en un llamado urgente a la conversión.

En relación con Jerusalén, Galilea era una provincia y sus habitantes, aunque eran judíos, eran más cercanos a los gentiles. Por eso, eran mirados en menos por los judíos de Jerusalén. Jesús mismo sufrió la pregunta incrédula: «¿De Nazaret puede haber algo bueno?» (Jn 1,46; 7,41.52). Contra esa visión, Jesús mismo agrega otro hecho –esta vez un hecho fortuito– que costó la vida a judíos de Jerusalén: «Aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos, ¿piensan ustedes que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén?». En este caso, no interviene el poder de Pilato ni se insinúa algún delito; fue un accidente. La respuesta de Jesús a su misma pregunta es que ellos merecieron esa muerte porque eran culpables, pero no eran más culpables de los demás habitantes de Jerusalén; por tanto, todos merecen la misma muerte, a menos que se conviertan. De nuevo la conclusión se dirige, no sólo a los judíos de Jerusalén, sino a todos: «Si ustedes no se convierten, perecerán todos del mismo modo».

La conversión consiste en orientar nuestra mente hacia Dios, tomar su Palabra como el criterio que guíe nuestra vida. Oramos a menudo: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo» (Mt 6,10). La conversión consiste en pedir eso con honestidad, es decir: Hágase tu voluntad en mí. Gracias a que la Virgen María tuvo esa honestidad es que el Hijo de Dios se encarnó en su seno: «Hágase en mí según tu Palabra» (Lc 1,38).

La última cuestión que dejamos pendiente es: ¿Cuál es el plazo que tenemos para convertirnos? Para responder a esta pregunta Jesús agrega la parábola de la higuera estéril. El dueño tomó la decisión correcta y dice al viñador: «Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro; córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?». Todos habríamos esperado que el viñador concordara con esa decisión. Pero él intercede en favor de esa higuera rogando que se le dé otra oportunidad: «Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono, para ver si da fruto en adelante». Es la intercesión de Jesús en favor nuestro. Pero el plazo se vence. Se han consumido tres oportunidades y queda sólo una: «Si no da fruto, la cortas».

El tiempo de la Cuaresma comienza con la exhortación: «Conviértete y cree en el Evangelio». Debe preocuparnos el hecho de que se discutan en nuestro país tantos temas fundamentales para la vida de sus habitantes y que el Evangelio esté completamente ausente. Peor aún, consultar el Evangelio para resolver nuestros problemas sería considerado como fuera de lugar. Y, sin embargo, sólo allí se encuentran las Palabras de vida eterna. Por eso, urge: «Conviértete y cree en el Evangelio».

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de Los Ángeles

 

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