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La Tribuna
Columnista

Sin miedo a las armas

Leslia Jorquera

Federico García Larraín

Bachiller en Filosofía Medieval de la Universidad de Nueva York

Licenciado en Filosofía

Universidad de Los Andes

por Leslia Jorquera

Sin miedo a las armas

Noticias recientes, nacionales e internacionales, han revivido los clamores para un control aún más estricto sobre los civiles que tienen armas. Se entiende, pero las leyes hay que hacerlas con la cabeza fría para no caer en desproporciones. Es comprensible que las armas pongan nerviosas a algunas personas, su poder destructivo es evidente y no tienen otro propósito, sin embargo es necesario poner esto en perspectiva, así se pasa de una reacción visceral a un juicio más razonado. Escribo esto como respuesta a la columna “¡Paremos la matanza! Expulsemos las armas de América” de Marco Canepa, publicada en El Definido. Entiendo el punto de vista del autor –y durante algún tiempo ese punto de vista fue el mío– pero creo que algunas distinciones y aclaraciones están en orden para un debate más productivo.

Comencemos con una objeción: un arma no es, como suelen decir los defensores del derecho a tener armas, aludiendo a Shane, una herramienta como cualquier otra. Un arma es una herramienta destructiva, sí, pero eso no la hace mala. Un hacha o un combo son también herramientas destructivas. Lo que hace especialmente destructiva a un arma de fuego es que su poder no depende de la fuerza del que la usa y además opera a distancia. Al funcionar en base a la energía almacenada en un producto químico, cualquiera puede aplicar enorme poder sin importar su edad o tamaño. (Esto es de especial importancia en un mundo en el que los más grandes y fuertes abusan de los más pequeños y débiles, por eso dijo Samuel Colt que él fue quien había igualado a los hombres.) Un arma se parece no tanto a un hacha, sino a una motosierra (una herramienta que impone respeto, exige un uso cuidadoso y también despierta temor en algunos). Si le agregamos que es de fácil manejo y pequeño tamaño, tenemos un artefacto destructivo único. Por lo mismo, parece sensato regular el uso de armas de fuego, como se regulan otros artefactos que funcionan en base a energía almacenada en un producto químico, como los automóviles. ¿Pero eliminarlas completamente? Es aquí donde hay que enfriar la cabeza y hacer distinciones.

Lo primero es distinguir la propaganda de los argumentos. Me refiero a otro artículo publicado en El Definido, citado por Canepa en el suyo, que muestra una “tienda de armas” que sólo “vende” armas que han estado involucradas en accidentes o asesinatos. Vale. Eso le quita a cualquiera las ganas de comprar una, pero es sólo la mitad de la historia. Una actitud honesta hubiera exigido tener también en exhibición armas usadas exitosamente en la defensa de la persona o de la familia, armas de caza con las que campesinos hayan podido controlar plagas y llevar carne a la mesa de su hogar, armas deportivas con las que se hayan ganado campeonatos mundiales y medallas olímpicas. Pero la actitud propagandística sólo considera un lado de cada cuestión.

Lo segundo es aclarar que los llamados a prohibir la tenencia de armas se dirigen no tanto a la conducta sino al instrumento. En su artículo, el autor reconoce que esto es una solución parche, pero es sorprendente la fe en el parche. Es verdad que la restricción en el instrumento disminuye la capacidad del malhechor, pero las prohibiciones suelen ser acatadas por los ciudadanos honestos y no por los criminales. Se menciona que los delincuentes obtienen sus armas de los mismos ciudadanos honestos, pero lamentablemente ellos no son su única fuente y la tecnología actual permite fabricar armas caseras con relativa facilidad. Frente al problema de las armas de fuego como instrumento del crimen una solución más razonable parece ser combatir directamente al delincuente mediante la aplicación de las leyes ya existentes, porque el problema es el crimen, no las armas.

No todos los países tienen una misma cultura de armas, reconoce el autor, pero por lo mismo, se trata de una cuestión que admite matices, y una cuestión prudencial no se ve bien servida por soluciones radicales. Aunque América sea el continente más violento, no parece prudente aplicar en Chile una medida provocada por la situación de Honduras, El Salvador o México (que, por lo demás, tiene una legislación sobre armas extremadamente restrictiva). De nuevo, el problema no parece estar tanto en el instrumento sino en la conducta. En Suiza, por ejemplo, la tenencia de armas es común y los suizos hace unos años rechazaron restricciones a la tenencia de armas, pero ahí no parece haber problemas de violencia. Se dice que países como el nuestro, en cambio, son inmaduros, por lo que correspondería una total restricción. De acuerdo. Pero si se acepta que la población de un país es demasiado inmadura como para permitírsele tener armas de fuego, una actitud coherente exige que se la considere inmadura también para otros asuntos de importancia, como pedir créditos, elegir a sus gobernantes, convocar manifestaciones (que suelen terminar con daños a la propiedad pública y privada), etc. A un pueblo inmaduro no se le puede dar muchas libertades.

Con esto llegamos a la consideración penúltima: es una consideración teórica, pero que alguna vez ha visto su aplicación real. Un ciudadano armado, un pueblo armado, es capaz de defender su libertad frente a un Estado que podría verse tentado a usar el monopolio de la fuerza contra el mismo pueblo. No en vano recuerdan los defensores del derecho a tener armas que el primer registro completo de armas en manos de civiles fue realizado, sí, por la Alemania nacional socialista. Otros regímenes totalitarios luego hicieron lo mismo. Un arma de fuego, precisamente por las características que la hacen de temer, es la última línea de defensa del ciudadano honesto ante el más fuerte, sea quien sea. Eso lo aplicaron heroicamente los armenios defensores del Musa Dagh, cuya epopeya –relatada por Franz Werfel– ahora cumple cien años, por citar sólo un ejemplo.

Por último, no se puede dejar de reconocer que la posesión de un arma de fuego implica riesgos para quien la tenga: si no la sabe usar o no está decido a hacerlo, un delincuente podría quitársela y usarla en su contra. Podría ser encontrada por un niño y causar un accidente (como autos y piscinas son constantemente causa de accidentes). Aumenta el riesgo de que se concrete un intento de suicidio. Implica riesgos, sí, como permitir una marcha implica el riesgo de locales saqueados, como el voto universal implica el riesgo del populismo. A una persona inmadura, a un pueblo inmaduro, se le puede indicar qué riesgos tomar y cuáles no, y es siempre tentador declarar inmaduros a los demás. Por mi parte, asumo: prefiero tener un arma en casa mil veces y no necesitarla nunca, con todo lo que ello implica, a necesitarla una sola vez y no tenerla. La eliminación completa de las armas es una bella aspiración, pero no reconoce la condición de nuestro mundo caído.

Federico García Larraín

Bachiller en Filosofía Medieval de la Universidad de Nueva York

Licenciado en Filosofía

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