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La Tribuna
Columnista

Él los llevará a la verdad completa

Cristian Delgadillo Rosales

+ Felipe Bacarreza Rodríguez,
Obispo de Santa María de Los Ángeles

por Cristian Delgadillo Rosales

Jesús vino al mundo cuando la humanidad llevaba ya muchos miles de años sobre la tierra (el homo heidelbergensis vivió hace más de 600.000 años) y había alcanzado un estado de desarrollo, se podría decir, elevado. Pero no había desarrollado aún los medios de comunicación actuales. No se podía registrar aún la imagen ni la voz. Ciertamente, se había desarrollado la escritura, pero los medios para conservarla eran escasos (no existía aún el papel ni la imprenta). Pero Jesús no usó de ellos, pues, aunque consta que sabía leer y escribir (cf. Jn 7,15; Lc 4,16), no dejó nada escrito. Todo lo que se nos ha conservado acerca de él, lo hemos recibido por testimonio de sus discípulos. ¿Era prudente confiar tanto en la memoria y, sobre todo, en la capacidad de comprensión de esos hombres sencillos? La primera vez que Pedro y Juan fueron llevados ante el tribunal judío, los sumos sacerdotes, oyéndolos hablar, «quedaron maravillados, sabiendo que eran hombres sin instrucción ni cultura» (Hech 4,13). La respuesta a nuestra pregunta la da el mismo libro de los Hechos: «Pedro, lleno del Espíritu Santo, les dijo: Jefes del pueblo y ancianos...» (Hech 4,8). Jesús no confió el misterio de su Persona a esos hombres sencillos; él confió en la acción del Espíritu Santo, que concedió a los apóstoles inteligencia para comprender lo que Jesús enseñó y fuerza para dar testimonio de él.

Por eso la Iglesia concede tanta importancia a la Solemnidad de Pentecostés, que celebramos este domingo, pues revive el momento –cincuenta días después de la Resurrección de Cristo– en que vino el Espíritu Santo sobre los apóstoles. Ese día se cumplió lo prometido por Jesús antes de dejar la escena de este mundo: «Dentro de pocos días ustedes serán bautizados con Espíritu Santo... Recibirán fuerza, cuando venga el Espíritu Santo sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra» (Hech 1,5.8). En esa acción del Espíritu Santo confía Jesús. Por eso no sintió la necesidad de dejar él mismo algo escrito.

El Evangelio de este domingo nos revela aún más la necesidad del Espíritu Santo. En la última cena con sus discípulos, Jesús les dice: «Cuando venga el Paráclito, que yo les enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí». Sabemos que Jesús era objeto de opiniones contrastantes: «Se originó una disensión entre la gente por causa de él» (Jn 7,43). Es necesario un testimonio a favor de Jesús que no deje lugar a dudas. Ese testimonio lo da el Espíritu Santo. ¿Dónde lo da? Lo da en el corazón del discípulo. Este testimonio del Espíritu de la verdad habilita al discípulo para ser, a su vez, testigo de Cristo: «También ustedes darán testimonio, porque están conmigo desde el principio». Todo lo que ellos vieron en Jesús y oyeron de él desde el principio, recién adquirió pleno sentido, cuando vino a su corazón el Espíritu Santo.

En esa misma ocasión, Jesús acentúa más aun la necesidad del Espíritu Santo, afirmando la incapacidad de los discípulos de tomar el peso de su Palabra: «Mucho tengo todavía que decirles, pero ustedes no pueden cargar con ello ahora». Usa la imagen de un peso superior a sus fuerzas. Pero precisa: «Ahora», abriendo la esperanza a una posibilidad futura: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, él los guiará hasta la verdad completa». Jesús aclara que el Espíritu de la verdad no traerá un suplemento de revelación: «No hablará por su cuenta», sino que hará comprender e interiorizar lo mismo que Jesús enseñó. Repite: «Tomará de lo mío y lo anunciará a ustedes».

Podemos reproducir en nuestra lengua castellana muchas afirmaciones de Jesús en las cuales cada palabra es clara, pero cuyo sentido tiene un peso que no podemos cargar sin la acción del Espíritu Santo: «Yo soy el pan de vida... Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas... Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia... Yo y el Padre somos uno... Yo soy la resurrección y la vida... Yo soy el camino y la verdad y la vida; nadie va al Padre sino por mí... Separados de mí no pueden hacer nada... Como el Padre me ha amado a mí, así los he amado yo a ustedes...», etc. Los santos, que nosotros veneramos en los altares, son santos, porque han comprendido una de estas afirmaciones, basta con una; han sido dóciles a la acción del Espíritu Santo y han sido llevados por él a la verdad completa. Eso ha transformado sus vidas. Reconociendo, entonces, la limitada capacidad de nuestra comprensión y de nuestra fuerza, debemos orar siempre: «Ven, Espíritu Santo, visita los corazones de tus fieles... Concede que por ti conozcamos al Padre, y que al Hijo comprendamos; y que a ti, Espíritu de ambos, en todo tiempo te creamos». 

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