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La Tribuna
Columnista

Trae tu mano y métela en mi costado

Cristian Delgadillo Rosales

+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de la diócesis de Santa María de Los Ángeles

por Cristian Delgadillo Rosales

En este II Domingo de Pascua, que concluye la Octava de Pascua, se lee todos los años el mismo Evangelio. Es el Evangelio obligado de este día, porque nos presenta dos apariciones de Jesús resucitado a sus discípulos reunidos, que ocurren una, el mismo día de su resurrección al atardecer y la otra, precisamente el octavo día. Este domingo ha sido declarado por el Papa San Juan Pablo II «Domingo de la Divina Misericordia».

«Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar  donde se encontraban los discípulos, vino Jesús, se puso en medio de ellos y les dijo: “Paz a ustedes”». El Evangelio destaca el hecho de que el mismo día de la resurrección de Jesús se hayan encontrado sus discípulos –excepto Tomás– de nuevo reunidos. Nosotros hablamos de aparición, y eso fue: «Los discípulos se alegraron de ver al Señor». Y luego afirman: «Hemos visto al Señor». Pero este Evangelio evita cuidadosamente el término «aparición». Dice, en cambio: «Vino Jesús y se puso en medio». Insiste: «Tomás... no estaba con ellos cuando vino Jesús». Y, de nuevo: «Ocho días después, de nuevo... viene Jesús, estando las puertas cerradas, se puso en medio y dijo: “Paz a ustedes”».

«Jesús viene y se pone en medio» de sus discípulos que están reunidos. El evangelista usa esta fórmula, porque eso es lo que vivía cada ocho días la comunidad cristiana, a la cual se dirige este escrito, cuando se reunía para la celebración de la Eucaristía. Es una experiencia presente, no sólo un hecho del pasado. De allí la insistencia en el primer día de la semana, que luego adoptó el nombre de «Día del Señor»: Domingo. En efecto, entendemos que Jesús se haya presentado en medio de sus discípulos el mismo día de la resurrección. Pero la segunda vez pudo ser el tercero, o el cuarto o el quinto día de la semana. Acentúa que viene de nuevo «ocho días después» y los encuentra reunidos, porque es de nuevo el primero de la semana, es decir, el domingo. Hay que considerar que este Evangelio fue escrito entre los años 90 y 100 d.C., cuando la celebración de la Eucaristía, que reunía a toda la comunidad cristiana el domingo, era cosa habitual.

Los bienes que se reciben de esa reunión con Jesús resucitado son grandes. De aquí la insistencia en el saludo: «Paz a ustedes». Es la paz que sólo puede dar Jesús. La que les había prometido: «La paz les dejo, mi paz les doy. No como la da el mundo la doy yo a ustedes. No se turbe el corazón de ustedes ni se acobarde» (Jn 14,27). «Paz» en hebreo se dice: «shalom». Pertenece a una raíz que significa: «estar completo, pleno». Y esto, según la Biblia, es lo máximo que se puede desear. Pero no puede el ser humano tener todos sus anhelos plenamente saciados si no se lo concede Dios. Esto es la felicidad que todos anhelamos. Jesús asegura que eso lo concede sólo él: «Paz a ustedes».

El relato contiene un velado reproche al cristiano que falta al encuentro con Jesús cada domingo. En efecto, puede perder grandes dones. Es lo que ocurre con Tomás, por no haber estado con los demás en la primera venida de Jesús resucitado. No quiere reconocer que haya perdido tanto –ver al Señor, recibir su paz y alegrarse– y niega la realidad de la presencia de Jesús. No quiere afirmar que sus hermanos sean mentirosos cuando le dicen: «Hemos visto al Señor». No. Lo que insinúa es que ellos han tenido una ilusión visual. Por eso exige tocar: «Si no veo en sus manos la marca de los clavos –esto los otros lo habían visto– y no meto el dedo en la marca de los clavos y no meto mi mano en su costado –esto es lo que él exige–, no creeré». Jesús demuestra toda su bondad sometiéndose a la prueba: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente».

No sólo en esa actitud muestra Jesús su misericordia, sino aceptando venir en medio de sus discípulos y darles su paz, a los mismos que lo han abandonado y han negado con juramento conocerlo. Lo hace con cada uno de nosotros hasta el día de hoy cada domingo en la Eucaristía. Cuando el sacerdote dice: «La paz del Señor esté siempre con ustedes», debemos sentir que estamos renovando hoy esos encuentros de los discípulos con Jesús. Por eso, estuvo muy inspirado San Juan Pablo II cuando declaró este II Domingo de Pascua como Domingo de la Divina Misericordia. Jesús no sólo da también a Tomás su paz, sino que quiere que verifique la herida de su costado: «Trae tu mano y métela en mi costado». Por allí entró la lanza que traspasó su corazón y por allí fluyó sangre y agua, que simbolizan el Bautismo y la Eucaristía, Sacramentos por los cuales recibimos la vida divina. Por eso, el signo de la Divina Misericordia es el costado abierto de Jesús del cual emergen un rayo rojo y otro blanco. 

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