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La Tribuna
Columnista

Si quieres, puedes purificarme Mc 1,40-45

Cristian Delgadillo Rosales

por Cristian Delgadillo Rosales

Ya hemos visto en el primer capítulo del Evangelio de Marcos que Jesús, en la sinagoga de Cafarnaúm donde estaba enseñando, libera a un hombre de la posesión de un «espíritu impuro». En ese caso la impureza era interior y no impedía al hombre el contacto con los demás seres humanos; le impedía, sin embargo, todo contacto con Dios. Por eso en la presencia de Jesús, el hombre se puso a gritar: «¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús de Nazareth?» (Mc 1,24). En el Evangelio de este VI Domingo del tiempo ordinario, Jesús enfrenta un caso de impureza exterior y, por así decir, contagiosa: «Se le acerca un leproso suplicándole y, arrodillándose, le dice: “Si quieres, puedes purificarme”».

En el tiempo de Jesús la lepra no era considerada una enfermedad, sino un caso de impureza. El leproso se compara más con un muerto que con un enfermo. En efecto, el muerto carece de toda relación social con los vivos y quien lo tocaba quedaba impuro: «El que toque a un muerto... será impuro siete días» (Num 19,11). Algo semejante ocurría con un leproso: «El afectado por la lepra... irá gritando: “¡Impuro, impuro!”... Es impuro y habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada» (Lev 13,45.46). El leproso era intocable, pues quien lo tocaba contraía la impureza. El enfermo, en cambio, está en su casa y es atendido por sus parientes, como ocurría con la suegra de Simón a quien Jesús se acercó y sanó.

Faltando a la norma de la segregación, el leproso «se acerca» a Jesús, se pone al alcance de la mano, se arrodilla a sus pies y expresa absoluta confianza en su poder: «Si quieres, puedes purificarme». Jesús tiene poder; basta que lo quiera usar. Jesús se compadeció de él, «extendió la mano y lo tocó». En este contacto de Jesús con el leproso, ¿qué va a prevalecer, la impureza del leproso o la absoluta pureza de Jesús? Jesús es uno con Dios –«Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30)– y, por tanto, él contagia al leproso su pureza y lo hace puro: «”Quiero, queda purificado”. Y al instante, lo dejó la lepra y fue purificado». Esto quiere decir que en adelante el hombre puede reinsertarse en la sociedad y, sobre todo, puede acercarse a Dios participando en el culto. Dado este aspecto de la lepra, quien debía certificar la purificación era el sacerdote: «Muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés...».

El leproso obtuvo la purificación, porque su oración encontró eco en Jesús. Es una oración humilde y llena de confianza, que deja toda decisión en manos de Jesús: «Si quieres». En otra ocasión, el padre de un niño poseído, presentó a Jesús su hijo y le rogó diciendo: «Si algo puedes, ayúdanos, compadeciéndote de nosotros» (Mc 9,22). Esta oración, que pone la condición en el poder de Jesús y no en su libre decisión, no pareció bien a Jesús: «¿Qué es eso de “Si puedes”; todo es posible para el que cree» (Mc 9,23), se entiende, «el que cree en el poder de Jesús», como fue el caso del leproso.

Con dos actitudes el leproso reconoce la divinidad de Jesús. En primer lugar, se arrodilla ante él, como hacían los judíos solamente en la presencia de Dios en el culto: «Vengan, cantemos gozosos al Señor (Yahveh)..., entremos en su presencia, adoremos, postrémonos, de rodillas ante el Señor,... porque él es  nuestro Dios...» (Sal 95,1.6-7). Pero además, el leproso afirma que en Jesús se cumple lo que se dice solamente de Dios: «Yo sé que el Señor (Yahveh) es grande, nuestro Señor, más que todos los dioses, porque todo lo que quiere el Señor lo hace, en el cielo y en la tierra, en los mares y en los abismos» (Sal 135,5-6). Es la confesión del leproso, que Jesús confirmará cuando resucitó y declaró ante sus apóstoles: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18).

Nosotros sabemos que la lepra es una dolorosa enfermedad que no hace impuro al ser humano que la padece. Al contrario, puede ser ocasión para volverse con más confianza a Dios. Lo que hace impuro al hombre es el pecado. Y para purificarnos de él se requiere el poder de Dios. Ese poder lo dejó Jesús a su Iglesia en el Sacramento de la Reconciliación y lo administran los sacerdotes. A ese poder divino se refiere el evangelista San Mateo, cuando, después que Jesús purificó de sus pecados a un paralítico, anota esta reacción de los presentes: «Viéndolo la gente, temió y glorificó a Dios, que había dado tal poder a los hombres» (Mt 9,8). Confiando en ese poder divino, recurrimos al Sacramento del perdón orando: «Si quieres, puedes purificarme».

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de Los Ángeles

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