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Don José López: la historia del hombre que respiraba tinta

por Juvenal Rivera Sanhueza

Quien fuera nuestro jefe de taller empezó a trabajar en el diario La Tribuna incluso antes de que saliera el primer ejemplar en 1958. Toda su vida la dedicó al diario, entregando tiempo, energía y ganas de una manera responsable y abnegada. Sin embargo, en noviembre de 2007, un accidente vascular se llevó su vida justo después de terminar su jornada.

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Fue una parte fundamental en el alambicado engranaje que hace posible que cada día pueda publicarse el diario La Tribuna. Don José Arcadio López fue y es parte de la historia de nuestro medio de comunicación, el mismo que él ayudó a nacer en aquella madrugada del 27 de junio de 1958, cuando se tuvo el primer ejemplar recién sacado de la empresa.

Es que don José -nacido en Los Ángeles el 12 de enero de 1935- llegó a trabajar a la empresa varios meses antes de que se hiciera siquiera la primera publicación. Aunque él solo tenía 23 años cuando arribó al diario, ya contaba con amplia experiencia en la materia.

En La Tribuna se necesitaba personal especializado para echar a andar las prensas y don José tenía la experiencia de haber trabajado en los talleres del diario Las Noticias (que funcionaba por calle Rengo y que vería el final de sus días hacia 1966).

Aunque se inició como ayudante en el taller, con el paso de los años se convirtió en el principal responsable de una tarea crucial: llevar a cabo el proceso de impresión de los ejemplares.

Don José López respiraba tinta. Se inició con las linotipias, tan normales en ese tiempo para imprimir diarios. Con letras hechas de moldes de plomo y los clichés (fotografías impresas en metal que mostraban las imágenes de personas y lugares de la provincia de Biobío), se armaba cada edición en esta época germinal.

A principio de los años 80, don José López le dio la bienvenida al sistema off-set, que otorgó una mayor rapidez y tiraje en su elaboración, y un trabajo de impresión de mejor calidad.

A mediados de los 90 debió enfrentar el desafío técnico de hacer funcionar la nueva prensa plana traída directamente desde Alemania, hecho que marcaría un hito trascendental en el medio: imprimir el diario La Tribuna a color, lo que se inició en marzo de 1998.

En todo ese camino fue testigo de cómo las noticias de Chile y el mundo que se escuchaban en las radios de onda corta eran replicadas en el papel, del sonido incesante de los teletipos de las agencias de noticias, de las tiras largas de faxes y, finalmente, de la explosiva irrupción de internet.

Del tecleteo sin parar de las máquinas de escribir en la sala de redacción que daban vida y forma a las crónicas y columnas, hasta la irrupción de los computadores y los sofisticados procesadores de textos.

De los tiempos en que garrapateaban los apuntes en ajadas libretas, luego las grabadoras que usaban cassettes hasta llegar a los dispositivos electrónicos que dejan registro de audio en alta fidelidad.

De los clichés moldeados en metal, siguiendo con las fotografías en blanco y negro que se revelaban en el cuarto oscuro en el altillo del taller, hasta llegar a la magia del registro a color que, como si fuera poco, ahora se obtiene mediante equipos digitales.

Don José iniciaba su jornada cuando comenzaba a caer la noche, una vez que los periodistas y redactores terminaban de escribir sus artículos. Recién en ese momento, él y su equipo de trabajo se ponían manos a la obra hasta muy bien avanzada la noche y se prolongaba hasta la madrugada del día siguiente, justo a tiempo para entregar los ejemplares recién impresos a los lectores y kiosqueros.

Fue en el diario La Tribuna donde don José López conoció a Rosa Mery González, quien fuera redactora del mismo medio, además de profesora y reconocida escritora local que dio espacio a los literatos de la zona. Ambos se casaron y tuvieron ocho hijos, pero ella fallecería de manera sorpresiva en junio de 1990, golpeando a toda la familia del diario La Tribuna, pero especialmente a él, su compañero de tantos años.

Don José López fue ejemplo de una dedicación y una responsabilidad a toda prueba, según lo refrenda su hija Brenda. Su ejemplo de trabajo, de dedicación y responsabilidad que te inculcaba todos los días sin palabras. Fue un testimonio de vida que nos fue formando a todos, acota.

Don José López nunca se apartó del diario. La Tribuna fue parte de su vida. Fue testigo privilegiado en las distintas etapas de este medio de comunicación, desde sus inicios hasta sus últimos progresos, incluida la incipiente presencia en internet. Conoció a decenas de periodistas, columnistas, redactores y colaboradores, así como a las autoridades locales y nacionales de todo signo.

Don José era de pocas palabras. Su figura era imponente, su voz grave y paso lento pero seguro, fueron parte del paisaje habitual del diario, al cual no solo le dedicaba las noches como responsable de su impresión, sino que también buena parte del día, cuando se encargaba de los asuntos más domésticos, desde ir a buscar la correspondencia a la casilla de correos hasta surtir los insumos básicos del taller.  

Aunque pudo haberse jubilado a principios de este siglo, no se le pasó por la cabeza irse a su casa a descansar. Siguió yendo, como lo hizo el primer día, para no dejar ningún detalle sin resolver.

En la madrugada del 26 de noviembre de 2007 llegó a su hogar después de haber concluido su jornada laboral. Un accidente cerebrovascular le causó su deceso de manera muy repentina a los 72 años de edad, llevándose con él una historia enorme de memorias, recuerdos y anécdotas que vio y conoció.

El diario fue todo para él; amaba estar ahí. Fue feliz en el diario, sin duda que fue feliz, concluye su hija.

EL COMBINADOR

Su hija Brenda relata que su padre empezó a trabajar siendo aún un niño, algo muy común en ese tiempo. Sin embargo, antes de aventurarse en las imprentas de los diarios, cumplió el desconocido y desaparecido oficio de combinador.

No, no tenía nada que ver con mezclas de bebidas de cola con algún tipo de destilado. Su labor era fundamental para que los cines de Los Ángeles pudieran exhibir la misma película con escasa diferencia entre una sala y otra.

El combinador fue un oficio para optimizar los recursos disponibles, de tal forma que los cines Municipal e Imperio compartieran la exhibición de una película de manera casi simultánea.

¿En qué consistía? El combinador tenía la misión de llevar los rollos de película de un cine a otro, que estaban distantes unas cuatro cuadras entre sí.

Así es. Aunque usted no lo crea, la misma película se exhibía con una diferencia de poco más de media hora gracias a la labor de los combinadores.

Don José debía tomar el rollo recién exhibido, rebobinarlo y guardarlo para llevarlo al otro cine, de manera que pudiera pasarse el filme. Después debía volver por el otro rollo y repetir la misma operación.

Una película de extensión regular podría implicar el uso de cinco o seis rollos, cada uno de los cuales era llevado a la otra sala de exhibición para hacer posible la combinación.

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