Editorial

El costo de la intranquilidad

Seguridad ciudadana, Fredy Muñoz, archivo La Tribuna
Seguridad ciudadana / FUENTE: Fredy Muñoz, archivo La Tribuna

Se ha vuelto cada vez más habitual que los chilenos evalúen riesgos, calculen horarios y modifiquen sus rutas antes de salir de sus casas. No se trata de un ejercicio abstracto de precaución, sino de una respuesta concreta a una realidad que ha transformado la manera en que habitamos nuestras ciudades.

Mientras las autoridades presentan descensos en las cifras de homicidios como evidencia de los avances en seguridad, los ciudadanos experimentan una alta sensación de vulnerabilidad que ha situado a Chile entre los países con peor percepción de inseguridad del mundo, según el Global Safety Report de Gallup.

Esta sensación se vincula directamente con la irrupción de formas delictivas más violentas, organizadas y, sobre todo, más impredecibles en su manifestación diaria. Las balaceras a plena luz del día, los portonazos con niveles de violencia desproporcionados, los robos en lugares que antes se consideraban seguros y la presencia de organizaciones criminales con capacidad operativa sofisticada han alterado la ecuación del riesgo urbano.

Esta nueva criminalidad reconfigura los hábitos y libertades. Las familias modifican sus rutinas, evitan ciertos horarios y lugares, e incluso invierten en "blindar" sus hogares. Las empresas también han debido destinar presupuestos crecientes a la protección, que perfectamente podrían invertirse en desarrollo productivo.

El problema trasciende lo económico y lo urbanístico, y se instala en el plano de la confianza institucional. Cuando las cifras oficiales contradicen sistemáticamente la experiencia cotidiana de las personas y los descensos estadísticos conviven con el aumento de la sensación de vulnerabilidad, inevitablemente se afecta la credibilidad de las instituciones encargadas de la seguridad pública. Esta desconexión entre el discurso oficial y la vivencia ciudadana genera escepticismo frente a las políticas públicas y debilita el tejido de colaboración que debe primar frente a estas problemáticas.

La pregunta que surge entonces no es si las personas tienen razón en sentir miedo, sino cómo se recupera la capacidad de habitar nuestras ciudades sin que cada salida al espacio público implique un cálculo de riesgo. Esto exige reconocer que la seguridad no se mide únicamente en tasas de homicidios, sino en la posibilidad efectiva de ejercer derechos fundamentales como transitar, recrearse y participar de la vida comunitaria sin temor.

El desafío es construir respuestas más allá de las mejoras parciales y atender la complejidad del fenómeno delictivo actual. La seguridad ciudadana no solo se relaciona con la ausencia de crímenes, sino también con el establecimiento de condiciones mínimas para que las personas desarrollen sus vidas con dignidad y libertad. Mientras persista esa brecha entre percepción y estadística, los ciudadanos seguirán pagando un alto costo emocional por una seguridad que, en los hechos, no se está logrando construir.

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