Editorial

Junta de Vigilancia

La cuenca del río Biobío es una de los más importantes de Chile. La que por siglos fuera la frontera natural entre la Corona Española y la nación mapuche, con una cadena de fuertes en buena parte de su extenso recorrido, todo cambió de manera rotunda a partir de 1860 cuando el - ahora - Estado chileno se internó en la ribera sur de ese curso fluvial.

En los años que siguieron, este curso fluvial fue cambiando de función de manera sostenida y paulatina al punto de ser aún más gravitante desde el punto de vista social y productivo.

¿Por qué? Hace poco menos de 100 años que varias organizaciones de regantes sacan sus aguas para irrigar cientos de miles de hectáreas de suelos agrícolas. Además, industrias y fábricas de todo tipo se han instalado en su entorno para aprovechar el recurso hídrico en sus procesos productivos. Un ejemplo fue la instalación de la planta de celulosa en Laja, en 1958, una de cuyas condiciones era contar con grandes volúmenes de agua para elaborar el producto.

También, enormes centrales hidroeléctricas en el curso superior del Biobío usan la fuerza de sus aguas para mover turbinas gigantes que producen la energía de los hogares y para mover las fábricas. Como si fuera poco, también es vital para suministrar agua potable a más de un millón de personas en la zona del Gran Concepción.

Sin embargo, las perspectivas de uso del agua no son halagüeñas. El cambio climático, que ha traído aparejada una prolongada sequía, ha mermado el caudal de la mayoría de los cuerpos de agua. En contraposición, los requerimientos se van incrementando cada día más. No menor es el hecho de que existen proyectos -como las carreteras hídricas - que contemplan ni más ni menos que sacar agua desde la zona para llevarla hacia el norte del país.

Por eso, desde 2018 que varias organizaciones de regantes, encabezadas por la Asociación de Canalistas Biobío-Negrete, se empezaron a reunir para explorar la posibilidad de crear una junta de vigilancia, instancia prevista en el Código de Aguas para hacer una administración racional de un recurso cada vez más escaso.

En ese empeño, se llevaron a cabo reuniones con los diferentes actores, desde grandes empresas hasta pequeños regantes. Todos ellos fueron contactados para explicar la idea y recoger propuestas y sugerencias. Es que la intención es estar organizados y preparados - a través de una junta de vigilancia - para cuando llegue ese día en que el agua empiece a faltar. Este hecho per se es un verdadero hito ya que la creación de dichas instancias, al alero del Código de Aguas, suele estar marcada por el conflicto entre los involucrados. Es lo que, por ejemplo, sucede con el río Laja que, pese a la necesidad de tener dicho instrumento, aún no avanza. En este caso, no hay tal conflicto y si la voluntad de las partes de sumarse de manera voluntaria.

Por eso, es tremendamente valioso que ese trabajo silencioso y sostenido - pese a la contingencia sanitaria por el coronavirus que complejizó la posibilidad de llevar a cabo reuniones entre las partes interesadas-, haya permitido la conformación legal de la Junta de Vigilancia del río Biobío y sus afluentes.

Lo ocurrido ayer es un paso fundamental para asegurar que los interesados puedan velar por la sustentabilidad del recurso hídrico desde una perspectiva integral y no en forma particular o sectorial. Ahora, los integrantes tienen la misión de ponerse de acuerdo y asegurar que el río Biobío seguirá siendo grande y generoso, como lo ha sido a lo largo de toda su historia.

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