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Boicot a la PSU

por La Tribuna

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Sebastián Carrizo, editor general

Hace 18 años fui parte de la generación que rindió la última Prueba de Aptitud Académica, conocida como la PAA. Mis compañeros de curso y yo habíamos barajado durante toda la enseñanza media la posibilidad de rendir la prueba SIES (Sistema de Ingreso a la Educación Superior); sin embargo, a meses de rendirla, el Ministerio de Educación informó que se tomaría por un año más la archiconocida PAA. Así, a fines de 2002, en una calurosa sala de un colegio particular subvencionado que daba a la autopista Vespucio Sur, en Maipú, rendí las dos pruebas obligatorias y tres específicas. El calor de una sala sin aire acondicionado o el ruido de los automóviles a 100 kilómetros por hora eran un detalle al momento de poner los sueños míos y de mi familia en la punta de un lápiz mina HB.

Lo mismo debe haber sucedido a la gente de mi generación, también a las anteriores y a las siguientes, que luego comenzaron a rendir la PSU, una prueba que medía los conocimientos del currículum de educación media más que las aptitudes para rendir en la educación superior. En eso radica, a mi juicio, el problema que hoy aqueja a la PSU, que la mantiene duramente criticada e incluso con un llamado a funarla: no puede ser que en solo una prueba se juegue una parte tan importante del futuro de los jóvenes.

Opciones de fallar sin ser un mal alumno hay muchas. Desde una crisis nerviosa a un mal día pueden tirar años de trabajo personal y familiar por la borda. El mismo llamado a boicot, que promete aumentar la tensión en los establecimientos donde se rinde la prueba, puede poner tensos a los estudiantes de manera innecesaria y hacerlos fallar cuando menos lo necesitan.

Nadie puede, a estas alturas, darse el lujo de perder un año. Por eso el boicot aparece como una medida de fuerza que no tiene en cuenta que serán muchas las personas perjudicadas si nuevamente se pospone la rendición de la PSU, que está programada para este lunes y martes en 238 locales y con fuertes medidas de seguridad.

Pero convengamos también que la PSU hizo mucho por boicotearse a sí misma. En la primera rendición, en enero, el dispositivo para mantener el test en secreto falló y las preguntas aparecieron en las redes sociales, lo que obligó a suspender la de Ciencias, pero no las de Matemáticas y Lenguaje, cuyo contenido también se había filtrado, aunque, como dijo la directora del DEMRE, fue muy encima de la aplicación de la prueba, por lo que los alumnos no habrían tenido tiempo para buscar las respuestas.

Antes de eso, la prueba falló en su organización. Está ampliamente documentado que en sus inicios no existía siquiera material para hacer preguntas, y quienes la manejan tuvieron que ir haciendo adecuaciones con el tiempo, pero jamás lograron salvar la más importante: hay establecimientos en los que no alcanzan a verse todos los contenidos que son evaluados. Es decir, los puntajes reflejan la amplia desigualdad entre los establecimientos. Aún más: a los estudiantes técnicos se les aplica la misma prueba, pese a que su formación es distinta.

Así las cosas, que la PSU terminara era cosa de tiempo. La discusión sobre una nueva forma de acceso a la educación superior, más inclusiva y variada, llegaría de todos modos y, con ello, un nuevo modelo. ¿Si la forma es la adecuada? Quizás no, pero de que el cambio es necesario, lo es.

Así, nadie tendrá que jugarse el futuro en dos días.   

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