Economía

Programado para caducar: Forzados a seguir comprando

Diseñar productos con fallos, con componentes efímeros o sin ninguna vocación de durabilidad para que el consumidor vuelva a pasar por caja. Es la obsolescencia programada, una práctica que nos conduce a un callejón sin salida.

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La frase apareció publicada en 1928 en Printer’s Ink, revista del sector publicitario norteamericano: “Un artículo que no se desgaste es una tragedia para los negocios”, comienza el artículo de Joseba Elola para el diario El País de España.

¿Para qué vender menos si diseñando los productos con fallo incorporado vendes más? ¿Por qué no abandonar ese afán romántico de manufacturar productos bien hechos, consistentes, duraderos, y ser prácticos de una vez? ¿No será mejor para el negocio hacer que el cliente desembolse más a menudo?

La historia de una idea que cobró fuerza como salvación dinamizadora en los años de la Gran Depresión se convirtió en mantra de la sociedad de consumo —comprar, usar, tirar, volver a comprar— y ha devenido, ya en estos días, en seria amenaza medioambiental, se escribe capítulo a capítulo.

El último y más relevante es el aterrizaje de la cuestión en instancias europeas, aspecto que da fe de la toma de conciencia que se está produciendo: el pasado 4 de julio, el Parlamento Europeo aprobaba (con 662 votos a favor y 32 en contra) el Informe sobre una vida útil más larga para los productos, instando a la Comisión Europea a que adopte medidas.

Hay más. En Francia, el país con la legislación más dura de Europa, se acaba de registrar la primera denuncia de un colectivo de consumidores contra los fabricantes de impresoras. Ocurrió el 18 de septiembre: la asociación Alto a la Obsolescencia Programada acusaba a marcas como Epson, HP, Canon o Brother de prácticas destinadas a reducir deliberadamente la vida útil de impresoras y cartuchos.

CRONOLOGÍA DE UN MÉTODO CONSOLIDADO CON LA AMPOLLETA

El truco no resulta nuevo. Asomó la cabeza a finales del siglo XIX, en la industria textil (cuando los fabricantes empezaron a utilizar más almidón y menos algodón) y se consolidó en 1924, cuando General Electric, Osram y Phillips se reunieron en Suiza y decidieron limitar la vida útil de las ampolletas a 1.000 horas, tal y como apunta el aplaudido documental de Cosima Dannoritzer Comprar, tirar, comprar. Así se firmaba el acta de defunción de la durabilidad.

Hasta entonces, las bombillas duraban más. Como esa que luce ininterrumpidamente desde el año 1901 en el parque de bomberos de Livermore, en California. De filamentos gruesos e intensidad menor que sus sucesoras (lo que impide que se caliente fácilmente), fue concebida para perdurar. Y ahí sigue, brillando, convertida en gran símbolo de que la obsolescencia programada está lejos de ser un mito.

Desde el furor, en los años treinta, por las irrompibles medias de nailon Du Pont hasta el teléfono inteligente que se vuelve tonto sin razón aparente apenas año y medio después de ser adquirido, ha llovido mucho. La obsolescencia programada (OP), además, se ha ido refinando. Y la voluntad de fraude por parte del fabricante no es algo fácil de demostrar.

TESTIMONIO DE UN FRAUDE

“Hoy en día las inversiones en I+D son para ver cómo reducir la durabilidad de los aparatos, más que para mejorarlos para el consumidor”. El que tan tajantemente se pronuncia es Benito Muros, un expiloto de 56 años que lleva años denunciando la obsolescencia programada. Presidente de la Fundación Energía e Innovación Sostenible Sin Obsolescencia Programada (Feniss) asegura que la OP está presente en todos los aparatos electrónicos que compramos, “incluidos los coches”.

Cuenta Muros, que está al frente de una empresa que desarrolla bombillas, semáforos y proyectos de alumbrado público, que hoy en día se pueden apreciar en el mercado muchas formas de OP: dispositivos con carcasas que no permiten que se disipe el calor, y cuyo recalentamiento conduce a averías prematuras; componentes como los condensadores electrolíticos, cuyas dimensiones determinarán la vida del producto (pierden líquido con las horas de uso; cuanto menor sea la capacidad de almacenamiento de líquido electrolítico, menos durará); baterías que no se pueden desatornillar (como ocurrió con los iPhone) y que obligan a comprar un nuevo aparato; chips que actúan como contadores y que están programados para que, al cabo de un determinado número de usos, el sistema se detenga (como ha ocurrido con algunas impresoras; el consumidor que se aventure a intentar reparar una pronto escuchará al dependiente decirle que resulta más barato comprar otra).

Muros, que dice ser objeto de campañas de difamación en los medios por oponerse a la OP —y que fabricó una bombilla que ha sido objeto de controversia—, asegura incluso que recibimos actualizaciones en nuestros teléfonos inteligentes que esconden un cambio de software que hará que vaya más lento.

“Te envían una especie de virus que sirve para ir preparando el teléfono para su final”. Otro aparato a la basura, y otro residuo electrónico que tarde o temprano irá a parar a los tóxicos (y siniestros) basureros que el mundo rico externaliza a lugares remotos, como África.

PROBLEMA DE RESIDUOS ELECTRÓNICOS

Unas 215.000 toneladas de aparatos electrónicos procedentes, fundamentalmente, de Estados Unidos y Europa desembarcan cada año en Ghana, según Motherboard, plataforma multimedia centrada en trabajos de investigación y de largo recorrido. Acaban generando 129.000 toneladas de residuos en lugares como Agbogbloshie, uno de los mayores basureros tecnológicos del mundo, ubicado en Accra, la capital del país.

La industria tecnológica genera por sí sola 41 millones de toneladas de residuos electrónicos al año, según una investigación del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente. Entre el 60% y el 90% cae en manos de bandas organizadas que los descargan o comercializan ilegalmente. Además de Ghana, países como India y Pakistán son destacados destinatarios de portátiles, televisores y móviles descartados cuando llegan las rebajas, porque no somos tontos, y porque una semana de precios presuntamente locos en una gran superficie es una oportunidad que no se puede desperdiciar. Todo sea por el último modelo.

DEFENSORES DEL SISTEMA

Con todo, es una práctica que tiene sus partidarios, que defienden que una obsolescencia programada controlada, sin excesivos abusos, es la manera de que el mundo siga funcionando como hasta ahora. Y una fuente de creación de empleo.

Además, el avance tecnológico aporta soluciones más ecológicas y eficientes, como podría ser el caso de los coches eléctricos; con lo que la obsolescencia programada podría tener un sentido, argumentan sus defensores.

El debate está abierto. Y a él también acuden aquellos que sostienen que esto de la obsolescencia programada es una teoría conspiracionista.

Un paseo por Twitter permite apreciar más argumentos: el auténtico problema no son las marcas, sino los consumidores: queremos productos baratos de usar y tirar y no estamos dispuestos a pagar lo que costarían si realmente fueran de calidad (y, por tanto, más caros).

En paralelo, cuanto más corta es la vida de los dispositivos que compramos (véanse los móviles, cuya expectativa de vida oscila entre uno y dos años según los estudios europeos), mayor es el volumen de residuos que se genera.

Esta es una de las reflexiones que late bajo esa propuesta que ha sido bautizada como “economía circular” y que cobra fuerza en foros globales. Se pretende algo muy sencillo: que al fabricar un bien tengamos en cuenta el residuo que va a generar para que este sea reutilizable, si es posible, al 100%. De este modo, en vez de seguir el paradigma de la economía lineal (produzco, uso, tiro) se pasaría al produzco, uso, reutilizo. Y si se puede, reparo.

Legislar, pues, en este sentido implicaría hacer que las marcas aumenten los periodos de garantía; incentivar que los productos se puedan reparar en cualquier tienda y no solo en servicios oficiales; que las marcas diseñen artefactos que permitan la extracción de piezas, componentes, baterías; rebajar impuestos a las marcas que lo hagan y a los artesanos que a ello se dediquen; perseguir y multar la obsolescencia programada intencionada; destapar la OP informática. La iniciativa presentada en el Parlamento Europeo va en esta línea. La Comisión deberá dar una respuesta legislativa antes de julio de 2018.

Mientras tanto, países como Finlandia se han puesto manos a la obra. El país escandinavo ya cuenta con una hoja de ruta para hacer su transición a una economía circular. Florecen las start-ups que buscan soluciones para los residuos que generamos mientras se destinan fondos a la investigación.

La solución no es fácil, y romper con décadas de inercia llevará su tiempo. Varias preguntas quedan en el tintero. ¿En un contexto de continuo avance tecnológico, tan difícil resulta mejorar la durabilidad de los productos? ¿Tiene sentido que sigamos viviendo igual conociendo la toxicidad de los residuos que genera nuestro modo de consumo? ¿Y los Gobiernos no tienen pensado hacer nada en este proceso?

 

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